Reflexión. El Naufragio, cuando la Misericordia de Dios Florece en Medio del Hundimiento
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A los ojos del mundo, el naufragio es sinónimo de pérdida, de ruina, de final. Es el grito angustioso del marinero que ve desaparecer su embarcación en las aguas embravecidas. Sin embargo, para los que caminan en la fe, todo naufragio encierra un misterio más grande: el de la misericordia de Dios que actúa incluso en medio del quebranto.
Cuando las seguridades humanas se hunden, cuando nuestros planes naufragan, cuando todo parece perdido, es ahí donde Dios se hace más cercano. Él no es el destructor de nuestras naves, sino el Salvador que, en el naufragio, nos libera de lo que nos retenía lejos de su Corazón.
La Sagrada Escritura nos enseña que la ruina aparente es muchas veces el umbral de la salvación. Así fue con San Pablo, quien naufragó en su viaje a Roma y, en esa isla de Melita (hoy Malta), llevó la luz de Cristo a nuevos corazones (Hechos 27-28). Lo que parecía desastre se convirtió en misión cumplida.
Así también en nuestra vida: lo que el mundo llama pérdida, fracaso o ruina, para Dios puede ser una siembra fecunda de humildad, de fe y de amor. Él permite que nuestras embarcaciones se quiebren, no para castigarnos, sino para que caminemos sobre las aguas hacia Él, como Pedro en el lago, aprendiendo a confiar no en nuestras fuerzas, sino en Su poder.
Cada naufragio, si es abrazado con fe, se convierte en una puerta abierta a la gracia. La mano misericordiosa de Dios nunca abandona al que clama en medio de la tormenta. Aun cuando todo parece sumergirse en las aguas, su amor es el ancla firme que sostiene nuestra alma y nos conduce a puerto seguro.
Porque para los que aman a Dios, incluso los naufragios trabajan para su bien (cf. Romanos 8,28).
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