La iglesia católica no es un club de gente buena

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Así es, querido hermano o hermana en Cristo: la Iglesia Católica no es un club exclusivo de personas "buenas" o "perfectas". Esta es, más bien, una casa de acogida y misericordia para todos los pecadores que buscan el perdón, el consuelo y la salvación que sólo Dios puede dar. 

Como dijo el Papa Francisco, "la Iglesia es un hospital de campaña", un lugar donde quienes cargan con heridas y debilidades son bienvenidos y pueden encontrar sanación.

Jesús mismo vino para salvar a los pecadores, no para llamar a los justos, y así lo demostró en su vida, comiendo con los marginados, los pobres, los enfermos, los pecadores. La Iglesia está formada por personas que, con sus fallos e imperfecciones, buscan seguir a Cristo y recibir su gracia transformadora. No somos santos por nuestra propia fuerza; si logramos avanzar en la santidad, es por la acción de Dios en nosotros.

Así, ser parte de la Iglesia significa reconocer nuestra necesidad de la misericordia de Dios. Es una comunidad viva, llena de personas diversas que, con sus luces y sombras, se esfuerzan en el camino del Evangelio. La Iglesia no es perfecta porque sus miembros somos humanos, pero sí es santa porque Cristo mismo la fundó, y su Espíritu Santo la santifica y sostiene. Cada uno de nosotros es llamado a crecer en santidad, no a través de nuestras solas fuerzas, sino confiando en la gracia que Dios nos ofrece abundantemente. 

La Iglesia es, en última instancia, un lugar donde todos, incluso los más caídos, pueden levantarse, redimirse y recibir una nueva oportunidad en el amor infinito de Dios.


¡Jesús vino a buscar a los imperfectos! 


Nuestro Señor se acercó a los pecadores, a los enfermos, a los marginados y a todos aquellos que eran considerados indignos por la sociedad. Él mismo dijo: "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores" (Marcos 2:17). Su misión fue ofrecer misericordia, amor y una oportunidad de conversión a cada corazón que quisiera abrirse a su gracia, sin importar cuán lejos o caído estuviera.

Jesús buscó a quienes tenían hambre de verdad y sed de amor, aun cuando sus vidas estuvieran llenas de heridas y pecados. Recordemos cómo se acercó a personas como Mateo, el recaudador de impuestos, y Zaqueo, quien también era despreciado como publicano; ambos hombres cambiaron radicalmente sus vidas tras el encuentro con Cristo. 

Pensemos en la mujer adúltera, que estaba a punto de ser lapidada, y cómo Jesús le ofreció su perdón y una vida nueva, diciéndole: "Ve y no peques más" (San Juan 8, 11).

En estos encuentros, Jesús nos mostró que su amor no se basa en nuestra perfección, sino en su misericordia infinita. Él ve nuestro potencial para el bien y nos llama a un camino de conversión, mostrándonos que es posible una vida nueva, una vida llena de esperanza. No tenemos que ser perfectos para acercarnos a Él; al contrario, al acercarnos a Él, es que podemos ir sanando, aprendiendo y creciendo en la santidad a la que todos estamos llamados.

Cristo sigue esperando pacientemente a cada uno de nosotros, tal como somos, con nuestros defectos y cargas, para darnos su gracia, para sanarnos y transformarnos. La Iglesia, siguiendo su ejemplo, también es un lugar para todos los que buscan el amor redentor de Dios, especialmente para los que más necesitan misericordia.

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