Las oraciones de una madre nunca regresan vacías. La historia de Santa Monica.
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Santa Mónica, madre de San Agustín, nació en el siglo IV el año 332 después del Edicto de Milán en el 313, con el cual Constantino permitía la libertad religiosa. Esa parte del Norte de África, que pertenece a la actual Argelia, era un lugar de Fe. Sus padres les dieron a ella y a sus hermanas la mejor educación posible y, como no llegaban a más, les pusieron en manos de una criada, que les formó en el sacrificio y la lucha para lograr aquello que quisieran. Recordaban así ese refrán que dice que el que algo quiere, algo le cuesta.
Nada cayó en saco roto, porque así lo vio Mónica que, a una edad ya adulta, se bautizó y su abrazo de Cristo fue envidiable. Y el Señor vio en Mónica una mujer fuerte, a juzgar por las dificultades que pasó. La primera fue su matrimonio con un hombre llamado Patricio. No se oponía a que su esposa rezase y fuese cristiana, pero era muy indiferente, lo que a ella le hacía sufrir. Su marido buscaba otros dioses en las cosas terrenales a las que estaba apegado. Pero había cosas peores, como su suegra, que jamás miró bien a su nuera porque era cristiana.
Agustín estaba muerto en sus delitos y pecados, caminando según los ideales de este mundo y viviendo conforme a las pasiones de su carne. Pero Dios en Su gracia, años más tarde decidió darle vida eterna.
Hoy quiero compartirte algunas características de Santa Mónica, quien dejó un legado que aun impacta a los creyentes hoy en día. El legado de una madre que comprendió que el ministerio más poderoso que tenía era impactar a los más cercanos a ella en su hogar. Ella como madre, influyó en Agustín, quien fue y sigue siendo de bendición para generaciones de creyentes en la iglesia cristiana.
Esta historia nos anima y nos recuerda que la influencia que podemos ejercer en nuestro hogar, sin calcularlo, puede bendecir a millones de personas. Invertir en la vida y fe de un hijo puede, si Dios así lo quiere, ser el canal de bendición para toda la iglesia. La vida de Santa Mónica nos anima a orar sin cesar por la salvación de nuestros hijos y familiares. También su historia puede animar a las mujeres que están casadas con no creyentes a obedecer a Cristo y descansar en su soberanía.
Santa Mónica estaba casada con Patricio, un hombre inconverso que tenía un carácter fuerte. Era un hombre enfocado en las cosas de este mundo. A pesar de esto, ella fue ejemplo de una mujer que amaba a Dios, pues reconoció que era la embajadora de Cristo más cercana para él. Ella sufrió decepciones e infidelidades; sin embargo, esto no fue un tropiezo para su fe, y mucho menos para su obediencia.
Santa Mónica confiaba en la soberanía del Señor en todas las áreas de su vida. Sin embargo, en el caso de Agustín, siendo él un joven muy inteligente, su padre decidió enviarlo a Cartago a estudiar, ya que esta era una ciudad que podría darle mejor estatus académico y social.
Esta idea destrozó a Mónica, ella sabía que esa ciudad estaba llena de pecado y libertinaje y por lo tanto no era el mejor lugar para el joven. La prioridad de su esposo era completamente diferente a la suya. Por un lado, ella quería que su hijo estuviese mas cerca de Dios, pero, por otro lado, su esposo veía como única prioridad que el muchacho fuera reconocido académicamente.
Santa Mónica se dedicó a orar por su hijo cuando lo tenía en su casa y mucho más cuando él ya no estaba. Ella decidió sujetarse a su esposo, pero eso no le impedía orar intensamente por su hijo. Acudió a quien sí podía cambiar el rumbo de esta historia, al Señor, el Omnipotente. Oró incansablemente y sin cesar por su esposo e hijo, clamó al Señor por la salvación de los dos.
Sus oraciones no eran para que su esposo cambiara y fuera mas cariñoso, amable, atento y fiel. Su enfoque siempre fue que él fuese salvo. Ella no estaba esperando una mejor vida en el presente, ella esperaba que sus más queridos gozaran de la vida eterna. Los sufrimientos que soportó, los soportó por amor a Cristo y a su marido. Ella anhelaba ver a Patricio confesando a Cristo como su salvador y Dios le concedió su petición. Mónica no se deslumbraba con los aparentes éxitos de su hijo, pues sabía que el éxito de este mundo era basura comparado con conocer a Cristo (Fil. 3, 7).
Sus ojos no estaban puestos en la tierra, sus ojos estaban puestos en la eternidad.
Ella confiaba en la promesa de Dios de una vida eterna, sabía que esta vida es pasajera, como neblina (Stg. 4, 14). Confiaba en que estaría en gloria con el Señor, y por eso su mayor oración era que sus amados estuviesen junto con ella por la eternidad.
Los afanes de este mundo y la vanagloria de la vida nos desenfocan de lo que realmente importa. Esposas y madres que dedican su vida a que su esposo e hijos sean los mejores académicos, deportistas y empresarios, dejando a un lado lo más importante, su vida eterna.
En el mundo esto es normal, lo desconcertante es verlo en la iglesia. A veces nos olvidamos de la importancia de la eternidad. Nos enfocamos mas en el comportamiento externo de nuestros hijos que en su corazón, en el reconocimiento de nuestros esposos, que en su vida espiritual. Incluso, mujeres solteras que se proclaman cristianas, buscando hombres que solo son caracterizados por ideales mundanos, más que por vidas espirituales. Recuerda, pon tus ojos en Cristo y no te desvíes por la vanidad de este mundo.
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